domingo, 18 de diciembre de 2011

Significado de la insurrección de la Nika



La insurrección de la Nika es, ante todo, un ataque al poder imperial; es un ataque frontal al sistema del dominado tal y como se había ido perfilando a lo largo del siglo III, sentado sus bases durante la tetrarquía de Diocleciano y formulado definitivamente durante el reinado de Constantino I (306-337).

El dominado y sus características

Efectivamente, el dominado -del cual Justiniano es una buena muestra- postula que la única autorictas se encuentra en manos del emperador y, además, por deseo divino -en realidad importa poco que la divinidad sea el Sol Invictus de Aureliano, el Júpiter de Diocleciano o el Dios Cristiano de Constantino-, lo que importa es que el emperador es el elegido por la divinidad y el único capaz de transmitir esa característica divina (ya sea por adopción de su sucesor, ya sea por la sangre).

De hecho el dominado intenta desvincular el ejercicio del poder -que se concentra en manos del emperador por expreso deseo de la divinidad y, en consecuencia, sólo ante ésta responde- con el origen de ese poder -del cual siempre se tuvó conciencia de su procedencia: el senado y pueblo romanos, es decir, unas entidades políticas concretas y en absoluto divinas-.

Ésta es la formulación teórica del dominado, pero esa formulación (básicamente aceptada por el ejército y que, de hecho, es una sofisticación y una teorización, también una forma de respuesta y de legitimación, de la práctica y frente a la práctica de hacerse con el poder por la fuerza) tuvó sus resistencias, tanto entre el elemento senatorial, como en el populus o el demos (ambos urbanos).

Las resistencias senatoriales se pueden ejemplificar perfectamente en un personaje como Símmaco, consúl de Roma y cabeza visible del Senado romano a finales del siglo IV, resistencia en lo religioso -es un defensor del paganismo- y en lo político -encabeza la “oposición” senatorial, ciertamente muy moderada y absolutamente respetuosa, al emperador-. La resistencia del populus urbano o del demos urbano se centra en los espacios circenses -es el centro de su poder, el catalizador de la acción política del pueblo-, se trata de una resistencia que va creciendo sorda y paulatinamente -completamente ignorada, o presentada en el mayor de los desprecios, por la historiografía senatorial- y que tiene un carácter muchísimo más dinámico, frontal y violento que las tímidas acciones senatoriales; de hecho, el pueblo es el único que logrará generar un elemento de contrapoder, centrado en las facciones circenses -alrededor, pues, de su espacio político, de su espacio de reunión y de “cosmovisión”-, contrapoder que alcanzará su cumbre en el siglo VI, germinando durante el reinado de Anastasio y explotando durante el reinado de Justiniano.

El demos de Constantinopla y su reivindicación de soberanía

El pueblo niega absolutamente el carácter divino del ejercicio del poder imperial, o, mejor aún, se declara sacer [1] a sí mismo -es decir, el depositario del poder por expreso deseo de la divinidad es el pueblo, y éste es quién decide que emperador debe ejercer un poder, que si bien es divino, no reside en sus manos sino en las del pueblo-.

 Y éste es un planteamiento que se remonta a los mismos días en los que la expresión “Senatus Populusque Romanorum” tenía un significado real, cuando se estableció que el pueblo y el senado eran estamentos separados de una misma sociedad pero que ambos eran sagrados y, ambos, eran los depositarios del poder y la legitimidad (naturalmente, en teoría, en la práctica no hubo la menor armonía y la República romana esta salpicada de luchas sociales entre el Senado, que trata de monopolizar el poder, y el pueblo que se resiste a ello y reivindica sus derechos).

Ciertamente el Senado había terminado por abandonar, en la práctica, la idea del ejercicio del poder, no así el pueblo; éste, de hecho, no sólo reclama su carácter sacer, sino que proclama abiertamente un concepto que -para el emperador- es subversivo: proclama su propia Maiestas Imperial; y lo hace de un modo gráfico y simbólico.

En ese sentido, Procopio explica que los miembros de las facciones utilizaban la púrpura (el mismo indica que indebidamente) en sus vestiduras, no es una simple cuestión de moda, pues la púrpura no es otra cosa que el símbolo del poder imperial: “La encarnación visible de la idea imperial fue envuelta en los relucientes tintes de la más fina seda purpúrea -cuya utilización estaba celosamente limitada al emperador y sus más próximos colaboradores- bordada con hilos de oro para captar la luz del sol. La simbología del status supremo tenía igualmente un valor práctico, puesto que la combinación del esplendor de la púrpura y del brillo del oro lograba que todos los ojos se dirigieran inmediatamente, incluso en nutrido cortejo, a la figura central. No nos debe extrañar que se hayan detectado ecos de una antigua ideología solar en las implicaciones eruditas del ceremonial imperial y que Miguel Pselo, cortesano e intelectual del siglo XI, imaginara la vuelta anticipada del emperador de una campaña militar como la <<aurora>> que sus súbditos esperaban.

La púrpura era el color imperial por excelencia. Con ella se teñían sus más solemnes documentos diplomáticos; marcas purpúreas en el suelo coordinaban los movimientos de los participantes en el complejo ballet de las audiencias imperiales; los agentes del emperador ataban cuerdas purpúreas a las propiedades confiscadas. Los emperadores legítimos nacían literalmente en la púrpura: la cámara del Gran Palacio en la que las emperatrices medievales daban a luz estaba embaldosada con pórfido, de manera que la primera experiencia de este mundo del infante recién nacido se fundiera con su rango único, reconocido por Dios.” [2].

El pueblo -las facciones- al adoptar la púrpura no sólo proclama que su majestad imperial es idéntica a la del emperador, sino que él es el auténtico depositário de esa majestad imperial; lo cual no es solamente un gesto, es una reivindicación política concreta, pues se reclama (con esa majestad) el derecho y la potestas del imperium, esto es: el ejercicio del poder legítimo de coerción, la facultad de gobernar (aunque ese gobierno se delegue). Y, ese, es un gesto político claramente subversivo respecto al dominado -pues pretende subvertir su orden y cambiarlo por otro sistema-, es, de hecho, la declaración de la revolución.

Otro detalle resulta significativo en la acción de las facciones durante la Nika, es el grito -la consigna- “¡Vivan los humanos Azules-Verdes!”, no se trata de una declaración fraternal (en el sentido de considerar como pertenecientes al género humano a unos y a otros), se trata de una expresión política, de una reivindicación de derechos ciudadanos -pues el término “humano” sólo era aplicable a los ciudadanos romanos, el resto eran “bárbaros”-, se trata de una reivindicación y una reafirmación de sus derechos políticos.

El potencial revolucionario en la Nika

Esa capacidad subversiva -que se manifiesta en la Nika- nace y se potencia alrededor del circo y del hipódromo, que funciona como catalizador político del pueblo; sin ese espacio y sin esa realidad no es posible concebir la supervivencia del populus (o del demos) como un factor activo, un agente, en la vida pública, capaz de afrontar al poder imperial y desafiarlo abiertamente.

Es absurdo pensar que las facciones Azul o Verde nacen por generación espontánea después de siglos de un Panem et Circenses embrutecedor, la imagen de unos espectáculos cruentos y de un populacho ávido de sangre no es más que un tópico que desvirtúa el sentido de los juegos, la simbología de los mismos, la visión de un mundo que se mueve tras ellos y, sobre todo, se ignora su carácter público, subversivo y asambleario; los juegos no son sino el ritual [3] que reúne a la asamblea del pueblo.

Ciertamente tienen un importante carácter lúdico (y también su componente sanguinario, matizable: los espectáculos de gladiadores eran, con diferencia, los menos frecuentes en los anfiteatros; el espectáculo estrella fueron siempre las carreras de carros y, en segundo lugar, las cacerías de fieras; los combates de gladiadores eran una rareza, una “perla”, y por eso eran también... enormemente apreciados).

La asamblea del pueblo

Pero ese no es su carácter principal, eso es la escenificación de la finalidad de los mismos: la reunión de la asamblea del pueblo. Cierto que el Imperio trata, o bien de manipular en su favor dicha asamblea, o bien, de reducirla al Panem et Circenses; ahora bien, pudo conseguirse aletargar la capacidad política de la asamblea -con todo, hay muestras de que ésta seguía activa, incluso testimoniada por una historiografía que le es hostil-, pero lo que no se pudo hacer fue suprimirla, reducirla a su mera característica de espectáculo.

Por ello, reducir el significado de las facciones a “reliquías de la anarquía griega” como hace Maier, o despachar el tema con un “es imposible distinguir las etapas y modalidades de esta evolución” [4] (en referencia al papel político que asumen las facciones), como hace Auguet, es caer o bien en el folklorismo (“anarquía griega”), o bien en la negación de las evidencias (no sólo de la historiografía antigua sino, también, del desarrollo de los hechos), pues es evidente que la pauta del estallido de la Nika sigue, punto por punto, las pautas de la agitación política circense en una época tan lejana como la República romana, y es imposible pensar que algo muerto -como pretende R. Auguet- durante más de quinientos años resucite de pronto, se manifieste y se comporte de idéntica manera (se puede aducir que existía una corriente tradicionalista en la sociedad romana, pero, francamente, el tradicionalismo y la transmisión de los comportamientos tiene unos ciertos límites).

Es, por el contrario, más lógico pensar que el espacio circense fue en todo momento un espacio político, a veces más y a veces menos organizado, pero siempre fue -potencialmente- un catalizador del populus o el demos, siempre fue su asamblea.


Jorge Romero Gil


Bibliografía

Ariés, Philippe y Duby, Georges (dir): Historia de la vida privada. Imperio romano                   y antigüedad tardía, vol 1, Ed. Taurus, Madrid, 1991.

Auguet, Roland: Crueldad y civilización: los juegos romanos, Ed. Orbis, Barcelona, 1985.

Cavallo, Giugliemo y otros, El hombre bizantino, Ed. Alianza Editorial, Madrid, 1994

De Martino, Francesco, Historia económica de la Roma antigua, vol. II, Ed. Akal, Madrid, 1985.

Fernández Ubiña, J.: La crisis del siglo III y el fin del mundo antiguo, Ed. Akal, Madrid, 1982.

Maier, F.G., Las transformaciones del mundo mediterráneo. Siglos III-VIII,    “Historia Universal Siglo XXI”, vol. 9, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1987.

McCormick, Michael: El emperador, en  “El hombre bizantino”, Ed. Alianza Editorial, Madrid, 1994



[1] En el sentido de “algo que es venerable y digno de respeto” .
[2] McCORMICK, Michael, El emperador, en  “El hombre bizantino”, Ed. Alianza Editorial, Madrid, 1994, pág. 290.
[3] El ritual puede tener, y de hecho tienen en muchas ocasiones, un carácter sanguinario, pero no obedece -a diferencia de la imagen común, creada en buena medida por el cristianismo triunfante- a una plebs degenerada que gusta de la crueldad gratuita; tiene un carácter sacrificial, de hecho, los combates de gladiadores en su origen son una suavización de un rito sacrificial funerario; lo cual, y  esto es otra cuestión, no les otorga el menor carácter “bondadoso” o “amable” -pues no lo tienen-, pero demuestra que obedecían a una motivación “funcional” y más o menos racionalizante y no a la pura malicia o a la crueldad sádica. 
[4] AUGUET, Roland, op. cit., pág. 123.



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