La humanidad ha tratado, desde el principio de los tiempos, de entender y representar el espacio que le rodea, la plasmación de ese espacio, que por un lado es concreto y por otro abstracto, tanto en textos como en “documentos” cartográficos nos da una idea de la concepción que del entorno y del Universo se ha tenido desde antiguo. Algunas ideas, algunos conceptos, se repiten –mucho más de lo que se puede pensar a simple vista- desde la prehistoria hasta la actualidad, se trata de pautas que tienen mucho a ver con el espacio vivido y con la relación, casi congénita, que tiene el hombre con el espacio que ocupa y con lo intangible que le rodea.
Arquetipos
Por ejemplo, la identificación entre lo divino y las fuerzas que mueven a la naturaleza no deja de ser una pauta común desde la más remota prehistoria hasta la actualidad misma, ya sea mediante la identificación del fenómeno natural con una divinidad específica, ya sea como “prueba” mandada por la divinidad o, bien, como algo ligado a una voluntad superior y misteriosa cuyos designios –benéficos o maléficos- son inescrutables para los simples mortales. ¿No es en el fondo la misma concepción aquella que presupone un universo creado por Dios -incluyendo en él todas los métodos de la ciencia y los descubrimientos de la física- que aquella que presupone que hay un dios tras un terremoto, una cosecha o el océano? En el fondo es la misma necesidad, o la misma intuición, lo que ha movido siempre a la humanidad a la hora de buscar explicaciones respecto al mundo que la rodea y, en ellas, conocimiento y consuelo –cuando se precisa- respecto a ese mundo y sus avatares.
Espacio vivido
En lo espacial –y en la imagen del mundo asociada a ese espacio- la misma pauta se mantiene y manifiesta, y a la hora de representar el universo se observa que permanece invariable a lo largo de los siglos, todo se reduce en definitiva al espacio conocido y al espacio misterioso o desconocido, ambos han cambiado con el paso del tiempo, por ejemplo, el espacio conocido por los caldeos era distinto que el que conoce el hombre moderno. En el primer caso se puede incluir el Próximo Oriente, algunas partes del mundo mediterráneo y algunas referencias del mundo exterior llegadas a través de mercaderes y viajeros. En el segundo caso conocemos como mínimo nuestro mundo y, después –en distinto grado en función de los avances científicos y técnicos- nuestro sistema solar y los distintos horizontes del universo. Pero, de todas formas en ambas situaciones se dan la misma pauta: un mundo que se conoce y que nos es familiar y la frontera con la terra incógnita –en la actualidad con el cosmos incógnito- y la suma de esos dos elementos es lo que, en nuestra mente, forma el conjunto del universo.
Representación cartográfica
Ese conjunto del universo también se ha plasmado reiteradamente en el lenguaje cartográfico, lo que se conocía se ha representado siguiendo las medidas de ese conocimiento y lo desconocido siguiendo las medidas de la imaginación –ya que uno “imagina” como ha de ser aquello que no se conoce-. La representación implica también un cierto valor explicativo, ya que se muestra y se explica como es el mundo –el propio de cada momento- y, al menos en parte, como funciona ese mundo.
Esa necesidad de describir unos elementos y explicar su funcionamiento, en definitiva el cómo y el porque, se dan exactamente igual desde las primeras visiones cosmogónicas del universo a la visión científica actual, de hecho, y si nos permitimos una cierta ironía, ni siquiera son totalmente contradictorias en su esencia, ya que, por ejemplo, ¿quién puede afirmar que el universo entero –con sus galaxias, sus agujeros negros y sus quasars- no se apoya en un gigantesco e inabarcable elefante?.
En realidad solo la imaginación y, por supuesto, el paulatino avance del saber pueden responder a esa pregunta, pero pensemos que siempre quedará una última frontera, aquella que pedirá explicaciones sobre lo que hay más allá de lo que conocemos en cada momento, por extenso que sea dicho conocimiento, y la especulación y la fantasía –con mayor o menor fundamento- serán los únicos instrumentos para cruzar ese límite, para cruzar esa frontera.
Cabe imaginar la existencia desde tiempos remotos de un primer mapa que representase el territorio y el entorno inmediato y cotidiano de cualquier grupo social, este seria un mapa funcional y pragmático –con independencia de su complejidad y de su soporte- que indicase los recursos y las características del terreno, quien sabe si esta pudiera ser la función de algunas pinturas rupestres y escenas de caza encontradas en asentamientos paleolíticos.
Con el paso del tiempo y la aparición de las primeras civilizaciones organizadas junto al mapa-guía se va imponiendo otro tipo de mapa, este sería un mapa que no solo es funcional, sino que es también simbólico y representativo de las visiones del mundo y las concepciones del universo. Ambos tipos de mapa pueden coexistir o fusionarse, así aparecen, por ejemplo, mapas de ciudades con indicaciones topográficas precisas o bien mapas que pretenden representar la totalidad del mundo conocido y las visiones del universo, en este segundo caso el espacio conocido se representa junto a la cosmogonía, y aparecen alegorías y representaciones de lo fantástico que o bien puebla la terra incógnita o bien describe el funcionamiento del universo, y conforma un sistema explicativo cerrado.
En todos los casos el mundo conocido del autor del mapa ocupa el espacio central del universo que se muestra. Este etnocentrismo u onfalismo se encuentra siempre presente en todo momento, naturalmente el espacio central cambia en función de la civilización que lo crea. Este espacio central siempre muestra un territorio concreto, que se conoce y es real, alrededor del cual se intenta mostrar aquello que se cree que existe y que explica también los fenómenos que se perciben desde el espacio conocido, así aparece la bóveda celeste de la cual penden los astros y las luminarias, o bien las tierras que deben rodear, según la lógica o las creencias del autor, al propio territorio.
Onfalismo
Este lugar en el que, a fin de cuentas, se sitúa uno mismo en el universo es una constante hasta la actualidad, siempre el entorno propio es el “centro del mundo” para aquel que recrea ese mundo. Ocurría en la antigüedad y ocurre hoy en día, pensemos simplemente en un mapamundi contemporáneo, la posición relativa de los continentes cambia, respecto a que continente ocupa el centro del mapa, según la autoría de dicho mapa y el territorio en el cual se ha confeccionado, así un mapamundi realizado en los EEUU muestra al continente americano en el centro y a sus lados los océanos Atlántico y Pacífico, Europa, Asia y África se distribuyen alrededor de América; si el mapa es europeo es Europa la que ocupa el centro del mundo y, si es, por ejemplo, japonés es Asia y la cuenca del Pacífico la que ocupa el lugar de honor.
Este efecto apenas se nota pues lo consideramos normal, es la organización instintiva que realizamos de nuestro universo situándonos, de forma prácticamente espontánea, en el centro del mismo. Si observamos también nuestra percepción o nuestra imagen del Cosmos, del Universo con mayúscula, sigue predominando también ese onfalismo, ciertamente la imagen actual del Universo no sitúa a la Tierra en su centro y los demás astros subordinados a ella, pero la forma en que se le supone al Universo es elipsoide y semiesférica, teniendo en cuenta estos atributos la Tierra puede ocupar entonces un lugar de referencia hacia cualquier punto y en cualquier dirección.
Esta perspectiva tiene una explicación lógica y pragmática, cuando se prepara una ruta se traza a partir del lugar que se ocupa, pues es en el que se encuentra y el que se conoce, el punto de referencia desde el cual parten nuestros caminos y, en consecuencia, la visión del mundo que nos rodea, en ello sólo hay una cuestión pragmática -no se puede tomar como referente lo que no se conoce- y no necesariamente un exacerbado orgullo propio, a partir de estos inicios y, aunque con el paso del tiempo y la amplitud de los conocimientos se conozca el espacio que nos rodea, ya se contempla como natural el situar nuestro propio territorio cotidiano como el "centro" de todo camino y punto organizador de todo espacio.
La forma circular que se reitera en el subconsciente colectivo desde tiempos inmemoriales, ya sea como circulo plano o como esfera, tiene también una explicación simple y de mera percepción física del espacio, es sencillamente la forma natural en la que se percibe el horizonte, así si giramos a nuestro alrededor lo que nuestros ojos ven es un circulo que se funde en la lejanía, en la línea del horizonte, y dentro de dicho circulo se encuentran los diferentes elementos del terreno. Todo ello forma también parte, subliminal e inconsciente, de nuestra cosmovisión, de nuestra percepción del mundo.
Arquetipos
Por ejemplo, la identificación entre lo divino y las fuerzas que mueven a la naturaleza no deja de ser una pauta común desde la más remota prehistoria hasta la actualidad misma, ya sea mediante la identificación del fenómeno natural con una divinidad específica, ya sea como “prueba” mandada por la divinidad o, bien, como algo ligado a una voluntad superior y misteriosa cuyos designios –benéficos o maléficos- son inescrutables para los simples mortales. ¿No es en el fondo la misma concepción aquella que presupone un universo creado por Dios -incluyendo en él todas los métodos de la ciencia y los descubrimientos de la física- que aquella que presupone que hay un dios tras un terremoto, una cosecha o el océano? En el fondo es la misma necesidad, o la misma intuición, lo que ha movido siempre a la humanidad a la hora de buscar explicaciones respecto al mundo que la rodea y, en ellas, conocimiento y consuelo –cuando se precisa- respecto a ese mundo y sus avatares.
Espacio vivido
En lo espacial –y en la imagen del mundo asociada a ese espacio- la misma pauta se mantiene y manifiesta, y a la hora de representar el universo se observa que permanece invariable a lo largo de los siglos, todo se reduce en definitiva al espacio conocido y al espacio misterioso o desconocido, ambos han cambiado con el paso del tiempo, por ejemplo, el espacio conocido por los caldeos era distinto que el que conoce el hombre moderno. En el primer caso se puede incluir el Próximo Oriente, algunas partes del mundo mediterráneo y algunas referencias del mundo exterior llegadas a través de mercaderes y viajeros. En el segundo caso conocemos como mínimo nuestro mundo y, después –en distinto grado en función de los avances científicos y técnicos- nuestro sistema solar y los distintos horizontes del universo. Pero, de todas formas en ambas situaciones se dan la misma pauta: un mundo que se conoce y que nos es familiar y la frontera con la terra incógnita –en la actualidad con el cosmos incógnito- y la suma de esos dos elementos es lo que, en nuestra mente, forma el conjunto del universo.
Representación cartográfica
Ese conjunto del universo también se ha plasmado reiteradamente en el lenguaje cartográfico, lo que se conocía se ha representado siguiendo las medidas de ese conocimiento y lo desconocido siguiendo las medidas de la imaginación –ya que uno “imagina” como ha de ser aquello que no se conoce-. La representación implica también un cierto valor explicativo, ya que se muestra y se explica como es el mundo –el propio de cada momento- y, al menos en parte, como funciona ese mundo.
Esa necesidad de describir unos elementos y explicar su funcionamiento, en definitiva el cómo y el porque, se dan exactamente igual desde las primeras visiones cosmogónicas del universo a la visión científica actual, de hecho, y si nos permitimos una cierta ironía, ni siquiera son totalmente contradictorias en su esencia, ya que, por ejemplo, ¿quién puede afirmar que el universo entero –con sus galaxias, sus agujeros negros y sus quasars- no se apoya en un gigantesco e inabarcable elefante?.
En realidad solo la imaginación y, por supuesto, el paulatino avance del saber pueden responder a esa pregunta, pero pensemos que siempre quedará una última frontera, aquella que pedirá explicaciones sobre lo que hay más allá de lo que conocemos en cada momento, por extenso que sea dicho conocimiento, y la especulación y la fantasía –con mayor o menor fundamento- serán los únicos instrumentos para cruzar ese límite, para cruzar esa frontera.
Cabe imaginar la existencia desde tiempos remotos de un primer mapa que representase el territorio y el entorno inmediato y cotidiano de cualquier grupo social, este seria un mapa funcional y pragmático –con independencia de su complejidad y de su soporte- que indicase los recursos y las características del terreno, quien sabe si esta pudiera ser la función de algunas pinturas rupestres y escenas de caza encontradas en asentamientos paleolíticos.
Con el paso del tiempo y la aparición de las primeras civilizaciones organizadas junto al mapa-guía se va imponiendo otro tipo de mapa, este sería un mapa que no solo es funcional, sino que es también simbólico y representativo de las visiones del mundo y las concepciones del universo. Ambos tipos de mapa pueden coexistir o fusionarse, así aparecen, por ejemplo, mapas de ciudades con indicaciones topográficas precisas o bien mapas que pretenden representar la totalidad del mundo conocido y las visiones del universo, en este segundo caso el espacio conocido se representa junto a la cosmogonía, y aparecen alegorías y representaciones de lo fantástico que o bien puebla la terra incógnita o bien describe el funcionamiento del universo, y conforma un sistema explicativo cerrado.
En todos los casos el mundo conocido del autor del mapa ocupa el espacio central del universo que se muestra. Este etnocentrismo u onfalismo se encuentra siempre presente en todo momento, naturalmente el espacio central cambia en función de la civilización que lo crea. Este espacio central siempre muestra un territorio concreto, que se conoce y es real, alrededor del cual se intenta mostrar aquello que se cree que existe y que explica también los fenómenos que se perciben desde el espacio conocido, así aparece la bóveda celeste de la cual penden los astros y las luminarias, o bien las tierras que deben rodear, según la lógica o las creencias del autor, al propio territorio.
Onfalismo
Este lugar en el que, a fin de cuentas, se sitúa uno mismo en el universo es una constante hasta la actualidad, siempre el entorno propio es el “centro del mundo” para aquel que recrea ese mundo. Ocurría en la antigüedad y ocurre hoy en día, pensemos simplemente en un mapamundi contemporáneo, la posición relativa de los continentes cambia, respecto a que continente ocupa el centro del mapa, según la autoría de dicho mapa y el territorio en el cual se ha confeccionado, así un mapamundi realizado en los EEUU muestra al continente americano en el centro y a sus lados los océanos Atlántico y Pacífico, Europa, Asia y África se distribuyen alrededor de América; si el mapa es europeo es Europa la que ocupa el centro del mundo y, si es, por ejemplo, japonés es Asia y la cuenca del Pacífico la que ocupa el lugar de honor.
Este efecto apenas se nota pues lo consideramos normal, es la organización instintiva que realizamos de nuestro universo situándonos, de forma prácticamente espontánea, en el centro del mismo. Si observamos también nuestra percepción o nuestra imagen del Cosmos, del Universo con mayúscula, sigue predominando también ese onfalismo, ciertamente la imagen actual del Universo no sitúa a la Tierra en su centro y los demás astros subordinados a ella, pero la forma en que se le supone al Universo es elipsoide y semiesférica, teniendo en cuenta estos atributos la Tierra puede ocupar entonces un lugar de referencia hacia cualquier punto y en cualquier dirección.
Esta perspectiva tiene una explicación lógica y pragmática, cuando se prepara una ruta se traza a partir del lugar que se ocupa, pues es en el que se encuentra y el que se conoce, el punto de referencia desde el cual parten nuestros caminos y, en consecuencia, la visión del mundo que nos rodea, en ello sólo hay una cuestión pragmática -no se puede tomar como referente lo que no se conoce- y no necesariamente un exacerbado orgullo propio, a partir de estos inicios y, aunque con el paso del tiempo y la amplitud de los conocimientos se conozca el espacio que nos rodea, ya se contempla como natural el situar nuestro propio territorio cotidiano como el "centro" de todo camino y punto organizador de todo espacio.
La forma circular que se reitera en el subconsciente colectivo desde tiempos inmemoriales, ya sea como circulo plano o como esfera, tiene también una explicación simple y de mera percepción física del espacio, es sencillamente la forma natural en la que se percibe el horizonte, así si giramos a nuestro alrededor lo que nuestros ojos ven es un circulo que se funde en la lejanía, en la línea del horizonte, y dentro de dicho circulo se encuentran los diferentes elementos del terreno. Todo ello forma también parte, subliminal e inconsciente, de nuestra cosmovisión, de nuestra percepción del mundo.
Jorge Romero Gil
Bibliografía
Braudel, F., El Mediterráneo, Editorial Austral
Fortier, B., L'amour des villes, Institut Français d'Architecture
Harvey, D., The condition of Postmodernity, Basil Blackwell Ltd.
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