Yeshua
o Yeshúa es un nombre teofórico –que alude a la divinidad- hebreo
y que significa “el Salvador” –en sentido más estricto “YHVH
salva” o “YHVH es salvación”-.
Puede
encontrarse referido en la literatura hebrea, sin ir más lejos el
autor del Eclesiástico se llamaba Yeshúa ben Sirac –Jesús hijo
de Sirac- y Flavio Josefo menciona a otro Jesús –que no es el
supuesto nazareno aunque en algunas cosas lo recuerda
sospechosamente- en la “Guerra de los Judíos”. Si en el
Eclesiástico el nombre aparece en su forma original hebrea -ישׁוע-
en la obra de Josefo aparece en su versión griega - ἰησοῦ-
que es la misma forma en la que aparece en el NT.
En
realidad la referencia original al Jesús figura del cristianismo es
el término griego ἰησοῦ, que si transliteramos es “Iesous”
–fonéticamente sonaría así en castellano y, también, se
transcribiría así al alfabeto latino-, por lo cual eso de “volver
a las raíces” respecto al nombre en cuestión aplicado al
personaje en cuestión llamándolo “Yeshúa” es cualquier cosa…
menos acudir a las raíces de ese personaje, que son ni más ni menos
que ἰησοῦ.
Otra
cosa es que de los originales del texto griego –véase la versión
Nestle-Aland- se derive lógicamente que ese nombre sea una
traducción del nombre hebreo “Yeshúa”, es muy probable, pero el
caso es que la fuente original para ese Jesús es la que es y no
otra.
No
obstante, no conviene perder de vista la etimología hebrea del
nombre Yeshúa, esto es “el Salvador”, porque puede ser
sospechosamente significativa –“sospechosamente”, es decir, no
más allá de la sospecha-.
Tanto
los autores del conjunto del Nuevo Testamento como los de los
Evangelios muestran un conocimiento de lo judío y del judaísmo, eso
queda claro leyendo sus exposiciones, ahora, eso no significa ni que
sean judíos ni que asuman el judaísmo. Eso es una extrapolación
aventurada y hasta se diría que un tanto gratuita, cuando menos en
función del contenido doctrinal del NT y de la manera que ese
conocimiento del judaísmo no se usa para presentar una “variante”
del judaísmo sino para presentar una creencia sincrética
profundamente diferente, eso puede observarse en varias cosas, no es
la menor sino la mayor la utilización de las formas nominativas de
la divinidad –en lo más cercano que hay a la formulación del
perdido Shem Hamephorash- para presentar a “Yeshúa” –recordemos
“el Salvador”- no como relacionado o enviado por la divinidad
sino como la divinidad misma, esto es, Dios encarnado.
La
idea de la encarnación de Dios es completamente ajena al judaísmo y
no puede haber surgido de él, por el contrario es perfectamente
compatible en otros entornos, como el helenístico –aun cuando en
sus formulaciones más elaboradas filosóficamente esto se descarta-y
en otros todavía más antiguos como los propios de Mesopotamia. Si
esa encarnación se fusiona con el arquetipo del héroe salvífico
tenemos una poderosa imagen y, una imagen, que cuadra bastante bien
en sus características con las que definen a la figura central del
cristianismo.
“El
héroe, por lo tanto, es el hombre o la mujer que ha sido capaz de
combatir y triunfar sobre sus limitaciones históricas personales y
locales y ha alcanzado las formas humanas generales, válidas y
normales. (…). El héroe ha muerto en cuanto a hombre moderno; pero
como hombre eterno —perfecto, no específico, universal— ha
vuelto a nacer. Su segunda tarea y hazaña formal ha de ser
(como Toynbee declara y como todas las mitologías de la humanidad
indican) volver a nosotros, transfigurado y enseñar las lecciones
que ha aprendido sobre la renovación de la vida.”
(Joseph
Campbell, El héroe de las mil caras)
Campbell
resalta también otras cualidades arquetípicas de la figura de
Jesús, lo hace mostrando paralelismos con el Buda y, en concreto,
recalca la dimensión salvadora:
“El
Buddha debajo del Árbol de la Iluminación (el Árbol Bo) y Cristo
bajo el Árbol de la Redención son figuras análogas, incorporadas
al arquetípico Salvador del Mundo, al motivo del Árbol del Mundo,
que es de inmemorial antigüedad. Muchas otras variantes del tema se
encontrarán en episodios subsecuentes. El Punto Inmóvil y el Monte
Calvario, son las imágenes del Ombligo del Mundo o el Eje del Mundo”
(Joseph
Campbell, El héroe de las mil caras)
Pero
el punto culminante de la redención es la identificación con la
divinidad, la fusión o encarnación con la misma que, en este
planteamiento, es condición “sine qua non” para llevar a buen
puerto la misión de la salvación:
“Han
de distinguirse dos grados de iniciación en la mansión del padre.
Del primero, el hijo vuelve como emisario; del segundo, con el
conocimiento de que “yo y mi padre somos uno.” Los héroes de
esta segunda y más alta iluminación son los redentores del mundo,
las así llamadas encarnaciones, en su más alto sentido.”
(Joseph
Campbell, El héroe de las mil caras)
Lo
anterior, aplicado a la figura de Jesús, nos revela un héroe de
tipo salvífico, un redentor del mundo que, para serlo, precisa de
una encarnación, mostrar una identidad entre su ser y el de la
deidad misma. En esa condición no de mensajero sino de Dios es en la
que realiza su labor, su misión, entre otras cosas sin esa condición
no la podría realizar. Esa identificación
es la que le convierte en medio, incluso material, para la
realización de ese fin. La sangre sacrificial sirve para la
redención por ser divina.
Por
otra parte el conocimiento –gnosis- de esa concreta esencia de
Jesús es el que contiene la clave de la salvación de sus
seguidores:
“En
él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los
delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre
nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el
Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se
propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos:
hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos
y lo que está en la tierra.
A
él, por quien entramos en herencia, elegidos de antemano según el
previo designio del que realiza todo conforme a la decisión de su
voluntad, para ser nosotros alabanza de su gloria, los que ya antes
esperábamos en Cristo.
En
él también vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, el
Evangelio de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis
sellados con el Espíritu Santo de la Promesa”
(Epístola
a los Efesios 1:7-13)
Por
eso el Jesús del cristianismo - ἰησοῦ- responde bien a
la etimología de la versión hebrea de ese nombre -ישׁוע-.
Es, en definitiva, un salvador.
Llegados
a este punto ¿resulta casual que el nombre propio del personaje
refleje su principal función en relación a la humanidad? Puede ser,
el nombre, en su formulación judía, es un nombre hebreo
prexistente, ahora bien, su condición teofórica y la alusión
concreta de cualidad resaltada dentro de la misma –la salvación,
el papel salvador- dan que pensar en otro sentido.
Quede
claro que ese sentido solo puede ser formulado como hipótesis
indiciaria –refrendada por ciertos indicios externos al
cristianismo, cierto, pero, a fin de cuentas… meros indicios-. A
ese nivel que “Yeshúa” signifique “el Salvador” nos remite
no a la condición de nombre propio sino de título, es decir, nos
encontraríamos no ante un nombre sino ante un título aun cuando
ello no excluya su aplicación como nombre propio en determinados
contextos –en el propio cristiano en ciertas referencias a
“Jesucristo” o “Cristo”, en un ejemplo extracristiano
sucederá con “César”, que es nombre propio que deviene en
título y, desde ahí, en ocasiones se personaliza en cuanto nombre
nuevamente-.
Resulta,
no obstante, llamativo ver que ocurre si se sustituye el sentido
nominativo de “Jesús” por su significado etimológico hebreo y
se lee en esa relación la referencia a “Jesús”, no en cuanto
persona concreta sino en cuanto función relativa al título o cargo
aludido.
Bien,
en ese caso, resulta que no tenemos las acciones “biográficas”
de una persona sino la actuación de un personaje, no tenemos las
sentencias sapienciales de una persona sino una serie de máximas
“personificadas”. Las consecuencias de eso tendrían un alcance
que iría mucho más allá de lo meramente formal.
Si
examinamos esta cuestión a la luz de otro rasgo propio del
gnosticismo, como lo es la presentación de cualquier conocimiento
con cierto nivel de secretismo y encriptación, resulta también
significativa la elección del nombre “Jesús”. Éste
correspondería muy bien a la “encriptación” del conocimiento
–esencial- del papel de la figura –la salvación-, además nos da
junto a la “encriptación” la clave para desentrañarla: la
etimología hebrea de un nombre prexistente y escogido no de manera
azarosa.
Pese
a que esa clave –si es tal- no sea algo extraordinariamente
complicado queda sujeta a una primera y obvia capa de “ocultamiento”,
el hecho de que se trate de un nombre real, ahora, su significado
metalingüístico –que es un nombre que no se refiera a un nombre
de persona sino a una función- quedaría reservado para aquellos que
tuviesen el grado de iniciación suficiente.
Si
atendemos a otra evolución conocida de cierta titulatura a partir
del nombre de “Jesús” vemos que esa pauta –supuesta- continua
presentándose perfectamente.
El
encriptamiento –éste sí público y conocido- de Ἰησοῦς
Χριστός, Θεοῦ Υἱός, Σωτήρ, esto es “Jesús
Cristo Hijo de Dios Salvador” en la palabra “pez” - ἸΧΘΥΣ-
es en principio un acrónimo de ocultamiento, no en base a ocultar un
conocimiento por hermetismo sino, a priori, por algo mucho más
pragmático y vital: evitar que perseguidores romanos identificasen a
grupos cristianos como tales. Eso, al tiempo, que esos grupos podían
mediante ese ardid exaltar y honrar a su deidad, así como indicar su presencia.
Esa
es una función perfectamente lógica y aceptable del porqué de la
formulación de ese acrónimo, sin embargo, el mantenimiento de ese
planteamiento no anula –o niega- la posible existencia de otros
junto al mismo.
Si
observamos los componentes de la secuencia se aprecia que la
totalidad de los mismos son títulos, todos menos el primero… en
apariencia. Esto es así si entendemos que Ἰησοῦς es
meramente y tal cual un nombre propio, ahora bien, si se desarrolla
hasta el contenido etimológico del nombre hebreo del que se deriva
la forma griega “Iesous”, lo que tendríamos no es “Jesús
Cristo Hijo de Dios Salvador” sino “El Salvador Cristo Hijo de
Dios Salvador”, es decir, una sucesión de títulos cuyo inicio y
final –recordando al eterno retorno y no a lo lineal- seria el
mismo ¿es esto infactible? No, pero tampoco es algo que se pueda
considerar otra cosa que una particular y posible interpretación,
que cuadra eso sí, con ciertas declaraciones como “Yo soy el Alfa
y la Omega, dice el Señor Dios, «Aquel que es, que era y que va a
venir», el Todopoderoso”, del muy “gnostizante” libro del
“Apocalipsis”, en concreto el Apocalipsis 1:8:
“ἐγώ
εἰμι τὸ ἄλφα καὶ τὸ ὦ, λέγει κύριος
ὁ θεός, ὁ ὢν καὶ ὁ ἦν καὶ ὁ ἐρχόμενος,
ὁ παντοκράτωρ”
En
esa interpretación del acrónimo éste se abriría con “Salvador”
y se cerraría con “Salvador”. La seriación no correspondería
entonces a un nombre de persona seguido de una titulatura sino a una
titulatura impersonal, presentada en forma cíclica y que en su
totalidad remite a características.
Por
otra parte el acrónimo ἸΧΘΥΣ leído como palabra y no como
acrónimo puede traducirse también como el signo zodiacal de
“Piscis”, eso seria otro nivel de información y otro nivel de
lenguaje, acudiríamos aquí otra vez a un metalenguaje.
Dentro
de ese nivel de información se anunciaría una nueva era, la de
Piscis, que sustituiría a la del ciclo precedente, el de Aries, que
estaría no menos significativamente representado zodiacalmente por
el cordero.
Ni
uno solo de esos rasgos nos remitiría al judaísmo o a una persona
real relacionada –aunque fuese como “hereje” o disidente- con
él.
Se
dirían más relacionados con ciertas características del
gnosticismo o, mejor dicho, de los gnosticismos, definidos a partir
de lo fenomenológico más que por el detalle de sus doctrinas o
ritos, en ese sentido podemos hacernos eco de las palabras de Serge
Hutin “Si
bien los gnosticismos son muy diversos, el gnosticismo es una actitud
existencial completamente característica, un tipo
especial
de religiosidad. No es arbitrario formular un concepto general de
gnosis,
"conocimiento" salvador que se traduce en reacciones
humanas determinadas y siempre las mismas”
(Serge Hutin, Los
gnósticos,
colección Que sais-je?) Lo relativo a “reacciones humanas
determinadas y siempre las mismas” nos reconduciría de vuelta a
las consideraciones arquetípicas.
Señaladas
las posibilidades -que son solo eso- fruto de ciertas curiosas
coincidencias se puede abundar un poco en otro hecho derivado en esta
ocasión de fuentes externas al cristianismo, se trata de la ausencia
en las fuentes romanas de los siglos I y II EC de cualquier
referencia a alguien llamado “Jesús” en las referencias que
hacen en relación al cristianismo. Ninguno de los autores romanos
recoge ese nombre, cuando aluden al personaje central del culto
cristiano siempre lo es en base a uno de sus títulos, no de su
nombre, así aparece “Jesús” mencionado como “Cristo”,
palabra que se usa a modo de nombre pero que, significativamente no
es nombre alguno. Veamos las referencias.
El
testimonio más antiguo que se conserva de fuente romana sobre los
cristianos es de Plinio el Joven (62-113 d.C.) quien, por indicación
de Trajano, prohibió la formación de "asociaciones religiosas
privadas", así dice Plinio"prohibí
las asociaciones (hetaerias), conforme a tus órdenes" (Epist.
X, 96), considerando sospechosas las reuniones realizadas durante la
noche y antes de la salida del Sol, pese a la inocencia aparente de
los ritos, ceremonias e himnos que los cristianos dedicaban "a
Cristo como a un Dios"
(Epist. X, 96). Plinio concluye que según su entender se trata
meramente de "una
superstición irracional y desmesurada"
(Epist. X.96).
Tácito (61-117 d.C.) hace alusión a los rumores que culpaban a Nerón del incendio de Roma en el año 64 EC, dice: "Y así Nerón, para divertir esta voz y descargarse, dió por culpados de él, y comenzó a castigar con exquisitos géneros de tormentos a unos hombres aborrecidos del vulgo por sus excesos, llamados comúmnente cristianos. El autor de este nombre fue Cristo, el cual, imperando Tiberio, había sido ajusticiado por orden de Poncio Pilato, procurador de Judea. Por entonces se reprimió algún tanto aquella perniciosa superstición; pero tornaba otra vez a reverdecer, no solamente en Judea, origen de este mal, sino también en Roma, donde llegan y se celebran todas las cosas atroces y vergonzosas que hay en las demás partes" (Anales 15, 44).
Cayo Suetonio
Tranquilo (muerto hacia el 160) en su Vida de Claudio (25,4) dice lo
siguiente: "Hizo
expulsar de Roma a los judíos, que excitados por un tal Cresto,
provocaban turbulencias".
Durante cierto tiempo se pensó que esa referencia a "Crestos"
era una referencia al término "Cristo", hoy se sabe que no
es tal, sino que se trataba de un griego que se había convertido al
judaísmo y organizaba disturbios en Roma, lo cual confiere además
de lógica a la expresión "a los judíos". En la Vida de
Nerón(16,2) este autor cuenta -ahora sí referido a los cristianos-
que "Los
cristianos, clase de hombres llenos de supersticiones nuevas y
peligrosas, fueron entregados al suplicio".
Dión Casio, escribe
una historia romana que ocupa ochenta libros, en ella habla de la
ejecución del cónsul Flavio Clemente y del destierro de su mujer, a
quienes se acusa de "ateísmo", muriendo junto con otros
por simpatizar con la fe judía (Epitome 67,14). No obstante el dato
en sí es enormemente escueto y textualmente habla de "la fe
judía" -no de las "nuevas supersticiones" a las que
aluden Plinio, Suetonio o Tácito-, pese a eso algún autor lo
relaciona con una persecución contra los cristianos bajo el reinado
de Domiciano.
De los anteriores sólo
Plinio el Joven y Tácito mencionan expresamente una figura como eje
central del cristianismo y lo llaman “Cristo” -ninguna alusión a
“Jesús” como nombre-. Lo más explicito es el fragmento de los
Anales que corresponde a Tácito, ahí se alude al origen de la
figura de Cristo como el de alguien ajusticiado por Pilato en Judea
bajo el mandato de Tiberio, pero, incluso esa referencia, se realiza
para explicar la procedencia de la voz “cristianos” y no por la
biografía del personaje. Lo que sí demuestra la alusión es que en
época de Tácito los grupos cristianos -que son los protagonistas de
su referencia- manejaban y difundían la historia de su fundador
ajusticiado en Judea, por orden de Poncio Pilato, y en época de
Tiberio. De los grupos cristianos es de donde Tácito recoge esa
información.
En todo caso lo que
tenemos a partir de las fuentes romanas -escasas y nada favorables al
cristianismo, pero testimoniando su presencia- es ninguna referencia
al uso del nombre propio “Jesús”, dos referencias a un título
para buscar el origen de la voz “cristianos” y... nada más -en
puridad lo citado por Dion Casio es dudoso que se remita al
cristianismo, al menos no esta claro-.
¿Qué indica eso? Lo
primero y más claro es que en los siglos I y II EC los romanos que
hablan del cristianismo y los cristiano desconocían el nombre propio
“Jesús”, tienen conciencia -al menos dos de los autores- de que
los cristianos se remitían a un fundador al que se referían por
“Cristo” y uno de los autores, Tácito, va un poco más allá y
recoge escuetamente que ese “Cristo” -sigue sin aparecer “Jesús”-
fue un reo ejecutado en Judea gobernando Tiberio en Roma. Chocante -y
puede que significativa- la nula referencia a “Iesous” o “Iesus”.
Quede claro que el
apuntar la posibilidad de que la voz “Jesús” no correspondiese a
un nombre propio sino a un título -lo mismo que lo es “Cristo”-
es solo eso, una posibilidad a la que algunos indicios y/o
curiosidades podrían apuntar. Como casi todo lo relativo al llamado
“Jesús histórico” se queda en barajar opciones del todo
interpretables, escasamente demostrables y, a lo sumo, “apuntables”.
Jorge Romero Gil
Bibliografía
Biblia de Jerusalén, edición castellana de 1976
Campbell, Joseph: El
héroe de las mil caras
Casio, Dion: Epitome
Josefo,
Flavio: La guerra de los judíos
Hutin, Serge: Los
gnósticos
Nestle-Aland: Nuevo
Testamento en griego, 26/27 edición
Plinio el Joven:
Epístolas
Suetonio Tranquilo,
Cayo: Vida de los doce césares
Tácito, Cayo
Cornelio: Anales